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Quizá has oído decir que la religión solo sobrevive porque la gente desea con todas sus fuerzas que sea verdad, porque no puede aceptar su propia mortalidad (o la de sus seres queridos). Sigmund Freud ayudó a popularizar esta idea cuando sugirió que el concepto de un Creador que nos ama no es más que una proyección psicológica de los anhelos más profundos de la persona:

“Nos decimos a nosotros mismos que sería fantástico si hubiera un Dios que creó el mundo y fuera una Providencia benévola y si hubiera un orden moral en el universo y una vida después de la muerte; pero el hecho sorprendente es que eso es exactamente lo que de forma natural anhelamos”.

Este tipo de argumento parece acertado, al menos en la superficie. Es más lógico pensar que la gente creerá en algo que le gusta que en algo que no le gusta, y está claro que el cristianismo es inmensamente atractivo. De hecho, el propio argumento lo confirma, pues reconoce que en todos nosotros hay un el deseo innato que Dios satisface. ¿Quién no querría tener buena relación con una deidad amorosa que no solo quiere lo mejor para sus criaturas, sino que ofrece vida eterna en un lugar que es más maravilloso de lo que jamás podamos imaginar? Sin embargo, la Biblia también contiene algunos pasajes contundentes, que parecen contradecir la idea de que la creencia religiosa no es más que una proyección de nuestros deseos. C. S. Lewis señaló que la Biblia también enseña que los creyentes deben temer al Señor, ¡pero que a nadie se le ocurriría sugerir que eso significa que la fe satisface nuestro “deseo de temer”!2

El problema es que el argumento es válido en las dos direcciones. Si sugieres que la gente solo cree porque quiere que sea verdad, entonces también podemos decir que la única razón por la que los ateos no creen es porque no quieren que sea verdad. Algunas personas lo reconocen abiertamente, como es el caso de Aldous Huxley, que escribió:

“Para mí, como sin duda para la mayoría de mis contemporáneos, la filosofía del sinsentido fue esencialmente un instrumento de liberación. La liberación que deseábamos fue a la vez una liberación de un sistema político y económico concreto y una liberación de un sistema moral concreto. Rechazamos la moral porque interfería con nuestra libertad sexual; rechazamos el sistema político y económico porque era injusto”.3

Como Czeslaw Milosz señala, eso es la realización de un deseo, pero en negativo; porque “el verdadero opio del pueblo es la creencia de que no hay nada después de muerte, el inmenso consuelo de pensar que no vamos a ser juzgados por nuestras traiciones, codicia, cobardía y asesinatos”.

Sadao Watanabe, Cristo en Emaús. Impresión stencil kappazuri coloreada a mano sobre papel momigami, 1971.

Como Manfred Lutz apunta, el problema con este tipo de argumento es que, si bien es cierto que la razón que Freud ofrece de por qué alguien cree es igual de convincente que la razón de por qué alguien no cree, sin embargo, cuando queremos aclarar la importante cuestión de cuál de esas posiciones es verdad Freud no puede ayudarnos.5 Por tanto, el mero hecho de que yo quiera creer en algo no significa que ese algo sea verdad.

Lo interesante de la fe cristiana es que los argumentos intelectuales a favor de la existencia de Dios vienen respaldados por una realidad que se puede experimentar. Existen incontables ejemplos de personas que han descubierto una fe que les ha cambiado la vida, aunque antes de eso eran totalmente contrarios a la idea de Dios. Quizá suena demasiado bien para ser verdad, pero es algo que cualquiera puede comprobar por sí mismo. Voy a acabar citando unas palabras del pastor victoriano William Haslam, cuya experiencia de conversión en 1851 es uno de los mejores ejemplos, por no decir el más divertido, de alguien que se encuentra con Dios en el momento menos esperado. La transformación que experimentó fue tan dramática como real, y experimentó un gozo que jamás había sentido:

“Así pues, subí al púlpito y empecé a leer. El pasaje del día era del evangelio: ‘¿Qué pensáis acerca del Cristo?’. Mientras explicaba el pasaje, vi que los fariseos y los escribas no sabían que Cristo era el Hijo de Dios o que había venido para salvarles. Ellos buscaban a un rey, el hijo de David, que reinara sobre ellos así como estaban. Mientras hablaba, algo me decía: ‘Tú no eres mejor que los fariseos; al igual que ellos, tú tampoco crees que Cristo es el Hijo de Dios y que ha venido a salvarte’. No recuerdo todo lo que dije, pero sentí que mi alma se llenó de una luz y una alegría maravillosas, y empecé a ver lo que los fariseos no lograban ver. No sé si fue lo que dije, o cómo lo dije, o mi semblante. Pero de repente otro predicador que ese día visitaba nuestra iglesia se levantó y, alzando los brazos al cielo, exclamó con acento de Cornualles: ‘¡El reverendo se ha convertido! ¡El reverendo se ha convertido! ¡Aleluya!’. Y en un abrir y cerrar de ojos su voz se perdió entre las exclamaciones de alegría y las alabanzas de las trescientas o cuatrocientas personas que allí había congregadas. En lugar de reconvenir a aquel ‘alborotador’, como habría hecho anteriormente, me uní al estallido de alabanzas y, para darle un poco de orden a todo aquel alboroto, pronuncié la doxología ‘Gloria a Dios, de quien proceden todas las bendiciones’ y la gente la cantó al unísono una y otra vez. Los capellanes que trabajaban conmigo estaban conmocionados, y muchos huyeron a toda prisa de la iglesia. Como los cantos de alabanza continuaron, llegaron a oídos de muchos transeúntes, que entraron y se sorprendieron al oír y ver lo que estaba pasando. Cuando el ruido disminuyó, me di cuenta de que había al menos veinte personas pidiendo perdón por sus pecados, a las que antes no habíamos oído en medio de todo el entusiasmo y las expresiones de gratitud. Todas profesaron haber encontrado paz y gozo en la fe. Entre ellas había tres miembros de mi familia; y regresamos a casa alabando a Dios. La noticia de que ‘el reverendo se había convertido’ se extendió por todas partes; y también, que se había convertido mientras pronunciaba su propio sermón, desde su propio púlpito… Tan clara y viva fue la convicción que me sobrevino, y tan nítida la luz a la que el Señor me trajo, que supe con toda seguridad que Él me había sacado ‘del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso’, que había puesto ‘mis pies sobre la roca, y en mis labios un cántico nuevo’. Él ‘me dio vida’, a mí que estaba muerto en mis ‘trasgresiones y pecados’ […] Al final de ese gran día —mi nacimiento espiritual, día memorable en el que pasé de muerte a vida ‘naciendo de arriba’— apenas pude dormir de la alegría que me embargaba.”6

 

Traducción: Dorcas González Bataller

1 S. Freud, Civilization and Its Discontents (New York, 1962), 21, en A. McGrath, Mere Apologetics (Grand Rapids, 2012), 167.
2 C. S. Lewis, The World’s Last Night: And Other Essays (New York, 2022), 19.
3 R. S. Baker y J. Sexton (eds.), Aldous Huxley Complete Essays, iv (Lanham, 2001), 369.
4 C. Milosz, “The Discrete Charm of Nihilism”, en J. C. Lennox, Disparando contra Dios  (Barcelona, 2016), 69.
5 M. Lutz, God: A Brief History of the Greater One (Munich, 2007), en Lennox, Disparando contra Dios, 69.
6 W. Haslam, From Death Unto Life: Twenty Years of Ministry (Teddington, 2006), 42.

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