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John Njoroge estaba facturando para volar a Addis Ababa con Ethiopian Airlines cuando vio que el vuelo ET302 acababa de estrellarse y que de las 157 personas a bordo no había ni un superviviente. Lee esta emotiva y profunda reflexión.

En este mundo no faltan recordatorios de la brevedad y la fugacidad de la vida. Hace miles de años, el autor del libro de Eclesiastés que aparece en la primera mitad de la Biblia, dijo que cuando miramos la vida desde una perspectiva horizontal (la expresión que usa hasta 28 veces es “bajo el sol”) esta no tiene sentido alguno. Los filósofos existencialistas como Jean Paul Sartre y Albert Camus lo dijeron bien claro: salvo el sentido reducido y subjetivo que cada uno puede dar a su propia vida, la existencia humana carece de un sentido último y objetivo. Como alguien ha dicho, “Primero la vida es dura, y luego te mueres”.

Esos eran los pensamientos que volvían a mí una y otra vez mientras esperaba para embarcar en el vuelo de Ethiopian Airlines a Addis Ababa, Etiopía, donde hacía trasbordo para volar a otro lugar. Cuando vi los titulares sobre el accidente aéreo del vuelo ET302 que se acababa de cobrar las vidas de las 157 personas a bordo, acababa de ponerme en la fila para facturar. Tragué saliva al darme cuenta de que podría tratarse del avión que estábamos esperando en Nairobi para que nos llevara a Etiopía.

Pensé en los cientos de personas afectadas de forma directa por esta enorme tragedia. Pensé, por ejemplo, en la joven pareja keniata, Jared Babu Mwazo y Mercy Ngami. Acababan de asistir a la graduación de Mercy en el Reino Unido, sin duda un motivo de celebración para ellos y sus familiares. Pero todos sus sueños y esperanzas terrenales se truncaron en cuestión de minutos de una forma cruel, trágica e ignominiosa. En lugar de planear una gran fiesta, la familia ahora tiene que planear un funeral doble. La pareja ha dejado atrás a un bebé de 15 meses.

El resto de las historias son igual de dolorosas. Como suele ocurrir, el mundo pronto las olvidará y se centrará en la siguiente crisis, pero las vidas de aquellos directamente afectados por esta horrible tragedia nunca volverán a ser lo mismo. El momento que temían ha llegado, y nada puede arreglarlo. Ni una taza de té o café. Ni una siesta. Ni una visita al centro comercial. Este momento quedará en sus corazones como una dolorosa herida por el resto de sus vidas. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero dudo que eso sea cierto siempre. A veces, el tiempo lo único que hace es darnos el espacio para aprender a sobrellevar el dolor. Para los que hoy están de luto, nuestro más sincero pésame y nuestras oraciones más sentidas.

Sí me subí al avión a Addis Ababa, tal como estaba planeado. Estoy casi seguro de que fue el primer vuelo a Etiopía desde Kenia después del siniestro. Durante el trayecto, nadie hablaba de lo que había sucedido. De hecho, creo que no oí a nadie conversar. Algunos rechazaron la comida que los asistentes de vuelo les ofrecían amablemente, aunque en tono bajo y apagado. Todo el mundo estaba callado, pensativo. Y las esporádicas turbulencias ponían nervioso a más de uno.

A mí eso me llevó a seguir reflexionando sobre la vida. Pensé en el hecho de que nuestras vidas siempre penden de un hilo. Como la rana de la historia, a la que meten en una olla, a veces somos lentos para ver la situación precaria en la que estamos y no nos damos cuenta hasta que es demasiado tarde. Pero nuestra situación es aún peor. Mientras que el destino de la rana se va desvelando gradualmente, la desgracia podría llegar a nuestras vidas antes de que el agua empiece a hervir.

“La venida del Hijo del hombre será como en tiempos de Noé. Porque en los días antes del diluvio comían, bebían y se casaban y daban en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca; y no supieron nada de lo que sucedería hasta que llegó el diluvio y se los llevó a todos. Así será en la venida del Hijo del hombre” (Mateo 24:37-39).

En base a la trayectoria de las profecías bíblicas, podemos estar seguros de que el Hijo del Hombre vendrá. Anhelamos la llegada de ese día. Pero en otro sentido, su venida ocurre cada hora; no, cada segundo. Me refiero a su venida a por personas como tú y como yo.

Así que, tuve que preguntarme lo inevitable: “¿Y si esa tragedia me ocurriera a mí?”. ¿Y si hubiera sido mi vuelo, en lugar del anterior? Pensé en mi querida esposa Leah. Pensé en nuestros hijos, Jonathan, Benjamin y la pequeña Aneesa. Pensé en los 31 niños de nuestro orfanato Valley Light Home. Pensé en mi familia, colegas y amigos. Todas las personas del vuelo ET302 tenían ese tipo de relaciones que atesoraban. Es una verdad difícil de digerir. La cuestión es que sé que ese día también me llegará. No sé cómo, ni cuándo ni dónde.

Ante esa terrible realidad, solo conozco una respuesta adecuada: recordar que nuestra existencia tiene una dimensión vertical. El existencialismo ve la vida horizontalmente y concluye, como el libro de Eclesiastés, que la vida no tiene sentido. Pero el Eclesiastés no se queda ahí. Después de declarar que nada de lo que hay bajo el sol tiene sentido, el autor concluye su libro de la siguiente forma:

“El fin de este asunto es que ya se ha escuchado todo. Teme, pues, a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre. Pues Dios juzgará toda obra, buena o mala, aun la realizada en secreto” (Eclesiastés 12:13-14).

En cierta ocasión, intentaba entender una radiografía, pero por más que la miraba, no lograba sacar nada en claro. El doctor, que era amigo mío, me dijo cortésmente que la estaba sosteniendo al revés. Y a continuación empezó a explicarme qué era lo que tenía que buscar y cómo interpretarla. Ahora que estaba del derecho, todo tenía sentido. La vida, vista solo desde una perspectiva horizontal, no tiene un sentido último. Pero nuestra existencia tiene una dimensión vertical que nos ayuda a ver el sentido de la dimensión horizontal. El apóstol Pedro, citando a Isaías, el profeta del Antiguo Testamento, describe estas dos realidades de forma poética. Escribe:

“Porque «todo mortal es como la hierba, y toda su gloria como la flor del campo; la hierba se seca y la flor se cae, pero la palabra del Señor permanece para siempre»”(1ª Pedro 1:24-25).

Esa es una visión desoladora pero honesta de la vida humana y de los logros bajo el sol. Pero la parte final de la cita nos hace mirar hacia arriba. En medio de la tragedia, nuestros pensamientos se vuelven inmediatamente a las relaciones que más nos importan. Esa es una pista fantástica para ver el propósito de las relaciones que dan sentido a nuestra existencia y, en ese sentido, la relación más importante es con el Dios que nos ha creado.

Cuando tenemos en cuenta la dimensión vertical de nuestras vidas, la realidad de la eternidad cobra fuerza, y la muerte pierde su aguijón. Jesús no se aferró al hecho de ser igual a Dios; eso no le impidió venir a la tierra a rescatarnos. Pero tampoco se aferró a la tierra cuando probó todo lo que esta tiene que ofrecer. La dejó voluntariamente cuando estaba en la flor dela vida, con una cantidad de seguidores que ya les gustaría a muchos sedientos de fama. Eso es porque conocía un mundo más allá de este que no tiene ni punto de comparación. Ese mundo es nuestro verdadero hogar: un nuevo cielo y una nueva tierra donde no habrá muerte ni dolor.

En unos días, volaré dos veces más con Ethiopian Airlines para regresar a Nairobi. Me imagino que seguiré reflexionando sobre lo que he plasmado en este artículo.

Que Dios consuele a los que están de luto y que todos vivamos esa dimensión vertical que nos ayuda a ver con perspectiva este mundo roto.

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